lunes, 5 de noviembre de 2012

BICI: algo más que dos ruedas y cuatro letras.

Este maldito Madrid tiene, aparte de unos alcaldes inclasificables e incomprensiblemente votados, un añadido que le diferencia de muchas ciudades europeas y españolas: el río Manzanares. No lo digo por su caudal, puesto que no es el Kwai ni el Danubio, ni el Zambesi africano, pero fastidia mucho a cualquier ciclista porque supone una herida en el paisaje, accidente que aprovecharon los moros que fundaron el castillo aquel en lo alto del cerro, donde está ahora el Palacio de Oriente.
El río supone un obstáculo considerable cuando ruedas en bicicleta, una uve impresionante si tienes que subirla/bajarla y viceversa a la vuelta. Si se consigue completar el recorrido sin sudar demasiado y sin que te tire una conductora cagaprisas o un "fragonetero" agresivo, lo de "impresionante" se queda corto. Lo que pasa es que si lo repites por partida doble y a diario, al final te tocará la lotería. Pero no iba la entrada de hoy por el transporte alternativo, saludable, sostenible, poco contaminante y barato, sino por lo que ha significado y significa la bicicleta para muchos de nosotros y, particularmente, mi familia.

Mi padre posa con su Berrendero
Mi hijo el pequeño ha tenido en sus escasos once años tres bicicletas distintas. Ni de lejos ha apreciado ninguna lo que yo la "BH", una burra plegable de color azul a la que yo luego pinté de blanco y negro al estilo cebra. Me la regalaron el día que cumplí 12 años, en 1973. Este pasado fin de semana me he dado en ella unos paseítos tranquilos, porque aún la tengo. No solo es por cariño, es que es más cómoda que muchos sillones en los que me haya sentado.
En mi familia, la bici siempre ha significado algo más que un mero juguete. Cuando éramos unos críos, montar en bici era toda una liberación: podías ir "más allá", aunque fuese a la esquina. Ya no te digo andorrear por la Casa de Campo los domingos. Era mucho más que sentir el aire en la cara o hacer ejercicio: era libertad. Y en aquellos tiempos, eso era algo muy escaso. Yo fui un afortunado, porque en mi casa siempre hubo bici. Pequeña y pesada, con frenos de hierro y no de cable. Pero recuerdo que había familias en mi barrio que cuando los Reyes traían "LA" bicicleta, no había más regalo en la casa. Es decir: la bici y solo la bici para todos. Y ¡hala! a hacer cola para montar, que, generalmente, significaba ir y venir hasta la esquina de la calle.

Cabo cartero Sanz Carro
Mi padre ahorró como hormiguita de fábula de Esopo, La Fontaine o Samaniego para poder comprarse la Berrendero. ¡Menuda máquina! En la mili (mili de los años 40, claro) fue cabo cartero. Todos los días salía desde el cuartel en El Goloso hasta Correos, en la Plaza de Cibeles. Recogía el cargamento de cartas, giros y paquetes. Se lo echaba a la espalda y a pedales hasta El Goloso. Los que no sepan donde está, les diré que más al norte que la actual Universidad Autónoma, antes de Tres Cantos por la carretera de Colmenar. Yo no secundo el esgrimir la teoría del cambio climático cuando hace frío en invierno o calor en verano, pero desde luego que en aquellos años no había ni tinsulate, ni goretex, ni se había Decathlon que vendiese ropa para ciclista: papel de periódico en el pecho, jersey, bufanda, guantes y todo lo que se pudiese poner encima... que pasó frío en invierno, vamos.

A lomos de mi BH
Luego y dependiendo de las circunstancias de cada uno, hemos seguido con la bici a vueltas. Yo me he tirado veranos enteros en la playa sin andar más de cuarenta metros, porque enseguida agarraba la "cebra" para ir a por el pan, a ver cómo estaban las olas, a charlar con la vecina de la esquina o a ver si los colegas estaban listos para echar un partido o gamberrear por la tarde en la playa.

Pepe subiendo el Hautacam
Mi hermano Pepe no ha dejado de dar pedales desde que -precisamente- dejó la mili y el tabaco; muy mal tiene que estar el tiempo para que no se dé su voltio de 80 o 90 kms diarios y más ahora que está prejubilado y tiene las mañana libres.



Coll de Rates desde arriba
(I-D) Armin Steiner, el chache y Óscar Castillo
Uno hace lo que puede, no llego a tanto ni estoy prejubilado. En Robleluengo recorro pistas, veredas y carreteras a veces con desniveles impensables. Pero la verdad es que el esfuerzo siempre merece la pena, especialmente cuando ves desde arriba la carretera que has subido. Ya no te acuerdas del dolor en los muslos, en las rodillas, en los pies, del aire que no entra a los pulmones, del moco que se te cae, las gotas de sudor que se te meten los ojos... y te comes la fruta o el bocata con auténtico placer. Y pretendes seguir disfrutando. A veces, la vuelta es cuesta abajo y más fácil por tanto.


Disfruten.

Les dejo este enlace para que se rían un poco: http://www.youtube.com/watch?v=YBHAacFAVPc

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