martes, 15 de marzo de 2011

Las pizarras no se comen

Es una sensación que, aunque la haya sentido cientos de veces (no sabe cuántas), no deja de sorprenderle. Hay una serie de repechos del camino en los que el corazón del caminante parece querer superar su ritmo continuo, el mejor para las situaciones en las que se requiere un esfuerzo prolongado, sin grandes picos, sin tener que llegar a perder el resuello.


No oye nada excepto el latir del corazón, y en realidad no lo oye, lo siente. El caminante tiene la sensación de ser un ente muy ruidoso en medio del robledal, aunque no haga más ruido que el de sus botas al caminar sobre la hojarasca. Esos repechos son dos puntos muy concretos, repartidos entre la Peña Bernarda y el Collado Perdices. Yo no me voy a meter en disquisiciones sobre nomenclaturas montañeras; unos la llaman también Peña de Bernardo, pero sí he de mantener que el collado no es "de las perdices", sino el Perdices, en honor al escritor y montañero guadalajareño, fundador del club Alcarreño de Montaña, Jesús García Perdices.

Al caminante le gusta subir temprano, cuanto antes mejor. De esta forma no encontrará gente. Subiendo temprano aprovecha más la luz y así, además de evitar tropezones al comenzar a caminar, puede disfrutar de la salida del sol por detrás de la mole del Ocejón. Subiendo desde la zona oeste, desde Majaelrayo, es impresionante cómo la sombra de la montaña se achica por momentos. Durante una de las pausas en las que intenta recuperar el resuello (unas veces por culpa de los años, y otras porque lleva de todo en el macuto -el tiempo es muy cambiante en la montaña-), le gusta girarse y contemplar desde lo alto cómo corre la sombra. A veces, según la hora y la época del año puede pasarse diez minutos viendo cómo la luz llena todos los rincones del valle, y llega a todos los núcleos. Bueno, todos no. Los más próximos, desde Majaelrayo hasta Campillejo. Desde la cumbre del Ocejón, o desde el Regajo de las Yeguas, el caminante (que soy yo) da por bueno el esfuerzo, el madrugón, incluso el frío que ha pasado en muchos meses del año. Ese momento es especial, por tranquilo y tranquilizador. Sólo puede vivirse en lo alto de una cima, sintiendo el viento en la cara.

Al valle llegamos hace unos años buscando tranquilidad y un rincón en el que descansar, recuperar la sensación de "ir al campo" de cuando éramos pequeños. Hemos recuperado aquí la gratificante sensación de bañarnos en una poza escondida, con un agua tan fría que hace que se nos ponga la carne de gallina. Hemos vuelto a dormitar bajo un roble oyendo ( y a veces sufriendo) la actividad de los insectos. Nos agazapamos al anochecer para intentar ver la silueta huidiza de "Maese Raposo", como llamaba Rodríguez de la Fuente al zorro. Mis hijos disfrutan siguiendo rastros, tratando de discernir si la huella en el barro o la nieve es de corzo, jabalí, perdiz o conejo. Algunas veces, en zonas alejadas, encontramos huellas que nos ponen los pelos de punta porque pueden ser incluso de lobo. Alguna vez atrapamos insectos para contemplarlos con una lupa y otras veces son ellos los que nos "atrapan" a nosotros. Así aprendemos a curar y a prevenir picaduras. A la sombra de un árbol y con unos prismáticos intentamos identificar o distinguir a las rapaces que vuelan sobre Robleluengo, para saber si es un ratonero o un águila calzada.

Pero no todo son bichos, también están las plantas. En este valle hemos aprendido a valorar lo que cuesta tener una gota de agua, lo que cuesta de verdad (no lo que vale en euros un metro cúbico). Hemos aprendido a querer y valorar un puñado de ajos o medio cubo de tomates, a disfrutar cuidando un huerto. Hemos tenido agujetas en músculos que desconocíamos que tuviésemos de tanto picar para quitar piedras o raíces, o desbrozar las márgenes de un camino.

En este valle se siente, se vive, o más exactamente, se recuperan sensaciones que algunos habíamos empezado a olvidar y otros, se las encuentran porque nunca las habían vivido.

Me da una cierta tristeza ver a gente sin ese espíritu, gente que grita :"¡Ayyyyy!¡Un bicho!", o esa gente que busca el centro comercial que rodea al jardín que piensan es el campo.


A veces, esa relativa tristeza se convierte en rabia, porque me encuentro el pueblo lleno de coches, algunos de los cuales pretenden aparcar a la sombra del altar de la iglesia, o cuando recorren la Calle Mayor, llegan a la era o la plaza, se dan la vuelta y se largan por donde han venido. Al día siguiente contarán en la oficina que "han visto" los pueblos de la pizarra negra.

No me gustaría que las campañas más o menos institucionalizadas con carteles y publicidad atrajeran más vehículos de esos que circulan en pelotón o en caravana, que invaden los pueblos, que aparcan en cualquier sitio, bloquean accesos, hacen ruido y se van. Pero tengo que entender que algunos dejan dinero en ciertos establecimientos, y que de ese dinero vive mucha gente en el valle. Yo sólo entro y salgo del valle, por eso me obligo a comprenderlo y haré todo lo posible para ayudar, porque las pizarras no se comen, la agricultura no existe y la ganadería se ha convertido en un ejercicio imposible de supervivencia... pero yo quiero seguir manteniendo la tranquilidad, que es un tesoro fácil de destrozar, y haré lo posible para mantenerla. ¿Y tú?









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