lunes, 4 de julio de 2011

Llegó julio...

Ya hace muchísimo tiempo que no espero con ilusión el verano. Cuando era estudiante (la verdad es que el año pasado también estuve empollando), ansiaba la llegada del verano. La primavera no existía porque era una estación que se diluía entre exámenes, trabajos y alergia que me alejaba de los parques, para cabreo de una novia mía a la que no gustaba el cine (dentro del cine yo no estornudaba).
Sé que la gente que sufre de los huesos (como mi chache) ansía el calor para aliviar sus dolores, pero yo ando cabreado casi permanentemente.

El calor no me deja dormir, me despierto con la almohada empapada en sudor, los paseos hasta el metro se convierten en insufribles travesías del desierto, la ropa me la quito empapada; la pelea por el aire acondicionado en el trabajo causa más divisiones que las arteras maniobras de la dirección de la empresa, la siesta no es una agradable cabezadita sino otra obligación...solo lo aguanto si puedo estar en remojo. Me meto en la piscina y como si estuviera en un barreño. Huyo de la playa en verano y me refugio en el pueblo, como las lagartijas en las pizarras. Allí, por el día aprieta manolo pero por la noche hay que entornar la ventana e incluso taparse con el edredón. Creo que me equivoqué de latitud porque cada vez me gusta más quitarme el frío que el calor: con un buen forro y calzado, caldo y un buen café, yo encaro mis labores sin problemas. Pero es que no puedo llevar gorra, abanico y cantimplora durante tres o cuatro meses. Siempre que sueño con que me toque la primitiva (magnífica campaña la de este verano http://www.youtube.com/watch?v=_zW04c0s2kg ), pienso en lo que tiene que molar presentarte en un mostrador de facturación del aeropuerto de Barajas con dos pares de esquíes, y viajar a Bariloche o a otra estación de esquí de los Andes; ya me entienden: solo por vacilar al personal que se queda aquí, con la fresca de Madrid de julio.
Agosto es otra cosa: la mitad del personal (que es mucho), se pira de la ciudad. Se puede circular, APARCAR, ir al cine, restaurantes, de compras... Recuerdo los agostos de esta ciudad invivible en los años 70, cuando te cerraban la panadería, el quiosco, el mercado, e incluso se editaba una guía para comer de menú durante agosto porque cerraban casi todos los restaurantes (de ahí la expresión "hacer el agosto"). Esas alarmas nucleares ya no existen, empezando porque antes se iba la banda un mes y ahora quince días como mucho. De todas formas, se nota.
Luego viene septiembre; eso ya me gusta más. Aunque el sol pica todavía durante un período que suele venir justo después de cerrar las piscinas, las noches son más largas, se refresca algo el ambiente, hay menos gente si vas a la playa... claro, que te pueden tocar las tormentas de Levante, la gota fría y esas cosas que, si te pillan en Baleares, te hacen sentir lo que es la insularidad, o sea, lo de no poder huir.
En fin, cada uno lo pasa como buenamente puede. Recuerdo los veranos en mi casa, buscando el chorro directo del ventilador, aguantando con la casa a oscuras (el aire acondicionado era una entelequia como ir a Marte ahora mismo), viendo LA tele, esperando a que aflojara la canícula, leyendo tebeos una y otra vez, y de vez en cuando, íbamos a la piscina municipal; o si no, al río. Para que luego digan algunos puristas que la vida moderna es anti-no-sé-cuántas-cosas.


Disfruten, que el verano es largo como un día sin pan o un domingo sin salir.


Nota: las fotos son mías. Lo digo por esos que investigan y cuyo jefe puede acabar en el trullo. Ya saben...

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